lunes, 4 de mayo de 2015

Un fin de semana en la Guajira.

Llegamos a la Guajira en mayo del año pasado, al medio día y en medio del incandescente sol. Almorzamos en el camino, mucho antes de acercarnos a nuestro verdadero destino. Pero desde que se está cerca de la Guajira se siente el ambiente diferente, tal vez por el calor y el olor a gasolina en las plazas, o quizás porque una parte de ti sabe qué es lo que te espera.

Los caminos de la Guajira.



Eso es lo que creo que sentí, porque me sudaron las manos durante el almuerzo y me sentí apenada por cada cosa que veía a mi al rededor. Me sentí indignada hasta la médula cuando el bus empezó a recorrer los secos caminos que dirigían al rancho en que nos hospedaríamos en la Guajira y mis compañeras solo pensaban en cómo cargar el celular, ¿cómo se puede pensar en eso cuando estás en un lugar donde la energía eléctrica es un lujo?

La profesora nos había hablado durante todo el camino las maravillas del hotel "mil estrellas" donde íbamos a dormir y creo que todas nos sorprendimos al ver una fila de hamacas bajo un techo de paja en un rancho a orillas del mar, era algo... Rudimentariamente bello, aunque para muchas fue horrible en su momento. Llegamos, dejamos nuestras cosas en las hamacas y salimos hacia el Cabo de la Vela. Subir fue algo aterrador, los caminos eran delgados y muy rocosos pero cuando se llega arriba, uno se da cuenta de que todo el recorrido vale la pena. Volvimos casi al anochecer, cansadas pero entusiastas. Inmediatamente después de bajarnos del bus, llegaron niñas wayuus a ofrecernos sus productos manufacturados de todas las formas posibles, hasta el punto en que era imposible mantener una conversación con otra persona, porque ellas tomaban sus pulseras y las ponían justo en frente de tus ojos y decían "compra esta o esta". 




Nos dieron de cenar dos arepas, lo que es demasiado para alguien como yo. Sin embargo, me pareció que dejar comida en el plato sería lo más ingrato que podía hacer, así que comí hasta que sentí que iba a explotar.


Recuerdo mucho que fui una de 
las pocas niñas a la que no se le ocurrió llevar sábana ni almohada, así que a mitad de la noche estaba temblando y me dolía mucho el cuello, con esto último no podía hacer nada, pero mi compañera de al lado tenía una sábana y no parecía necesitarla mucho, así que la
tomé prestada... Por el resto de la noche. También recuerdo que ese día había una luna roja en la madrugada y decidimos poner una alarma para despertarnos a verla. La alarma sonó aproximadamente cinco minutos antes de que una de nosotras dijera "¿vamos a ir o no?" y en modo de respuesta, otra tomó el celular, apagó la alarma y seguimos durmiendo tranquilamente.


Al día siguiente, nos despertaron a las cinco de la mañana, el sol no había salido por completo pero las mujeres del rancho ya se habían despertado a tejer. Solo había tres baños y éramos más de 30 niñas. El agua de la ducha era salada y las puertecitas eran de madera. Unas prefirieron ir al mar, porque era prácticamente lo mismo, solo que sin fila.



Después del desayuno, teníamos preparadas unas actividades para los niños que vivían en el rancho. Hicimos muchos juegos y regalamos juguetes a los niños (lo que fue un completo problema porque los niños siempre querían más). No sabría decir si fue triste o alentador, los niños sentían tanta emoción al recibir algo tan simple como una pulsera, un avión de plástico y un dulce que de alguna manera te sientes culpable. Es muy difícil ver niños de siete años que no saben ni siquiera como se escribe su nombre y darse cuenta de que es algo que sucede tan cerca de nosotros y aun así somos completamente inconscientes de ello.



Almorzamos en el rancho y después emprendimos el viaje hacia la siguiente parada de la excursión. Recuerdo que con mi compañera de puesto íbamos comentando todo lo que había pasado y que ella era una de las pocas niñas que no lo sintió como unas vacaciones. De repente, el bus se detuvo y cuando asomé por la ventana vi a un niño de tres años -más o menos- corriendo desnudo hacia el bus para recibir una bolsa de espaguetis que la profesora le pasó por la ventana, el niño estuvo despidiéndose del bus hasta que ya no lo podíamos ver. Así anduvimos como media hora, parando en cada choza y viendo correr a las personas para recibir un poco de comida. Creo que lo más impactante de esa parte del viaje fue ver la felicidad de una mujer cuando le regalamos una botella de agua, entonces pensé "es tan cruelmente irónico que estas personas se mueran de sed viviendo frente al mar".

Para ese momento, mi compañera se había puesto a llorar, yo solo quería hacer algo para que fuera menos difícil. Y luego nos dimos cuenta de que a medida que nos alejábamos la vegetación era más verde y frondosa, como si la naturaleza supiera que en ese lugar todo era triste y quisiera ambientar con ramas secas el ambiente de la Guajira.

Cuando llegamos en la noche a Valledupar no podía dejar de pensar en lo triste que era todo, en lo triste que era que la personas comieran solo arroz para almorzar y que muchas veces se fueran a dormir sin comer, en lo triste de ver a los turistas con iPhones y a los niños sin saber contar y lo deprimente que era pasar en el bus y ver las cantinas llenas.








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